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San 'Cobardín' y el Día de los 'Enajenados'

Haciendo honor a mis humanas contradicciones he de confesar que, a pesar del titular elegido para esta nueva columna, me gusta ver corazones por todas partes cuando se acerca el 14 de febrero. Me gusta que las personas se regalen (nos regalemos) flores, bombones, libros de poesía o cenas a la luz de las velas. Es como un juego en el que si te apetece (o si se tercia) participas y si no, no pasa nada. En ambos casos, la clave del éxito radica en ser consciente de que sólo es un juego: no te vayas a creer nada de nada…


Me he permitido llamar al 14 de febrero “Día de los Enajenados” y no me falta razón, ya que el enamoramiento se podría definir como un estado de enajenación mental transitoria. Una reacción química a través de la cual la Naturaleza se asegura la perpetuación de la especie humana (al menos lo intenta). Tras un periodo de tiempo, bastante más corto de lo que cuentan en Disney Chanel, el cerebro restablece el equilibrio hormonal que se vio alterado por el enamoramiento y volvemos a la realidad, muchas veces sintiéndonos culpables por esa típica sensación de falta de “ilusión” (otra palabra curiosa que, literalmente, significa: percepción alterada, falsa, de la realidad. Otro “efecto óptico” causado por nuestro complejísimo sistema hormonal).

Por otro lado, me he permitido cambiarle el nombre al santo venerado cada 14 de febrero…ya que si hay una emoción humana escondida detrás de todo el tinglado ‘comercio-amoroso’ es sin duda el MIEDO. El miedo es un fantástico reclamo que todo publicista conoce, por no hablar de la gran industria del entretenimiento: el cine, la televisión y…la música (¿alguien se atreve a contar cuántas letras de canciones incluyen la frase: “No puedo vivir sin ti”?). El romanticismo nos ha ‘enseñado’ a responsabilizar al otro de nuestra propia incapacidad para ser felices por nosotros mismos.


John Lennon afirmó aquello de que “nos hicieron creer que cada uno de nosotros es la mitad de una naranja y que la vida solo tiene sentido cuando encontramos la otra mitad. No nos contaron que ya nacemos enteros y que nadie en nuestra vida merece cargar sobre sus espaldas la responsabilidad de completar lo que nos falta”. El cuento de la media naranja tiene gracia: posiblemente seamos compatibles con miles de personas de este planeta, pero buscamos solo una porque quizá lo que no soportamos es la idea de no ser la persona más especial del mundo para alguien. Y cuando lo encontramos, nos aterra perderle, pero no a él o ella, nos aterra perder lo que esta persona nos hace sentir, por eso…intentamos ‘amarrarla’ para que no escape. Nos encanta, como animales sociales que somos, “formalizar” nuestras relaciones mientras permanecemos en estado de euforia pero nos falta luego capacidad de compromiso. Unas veces es dejadez nuestra, pero un porcentaje es debido al cambio evolutivo y el aumento de la esperanza de vida (por lo visto, la institución del matrimonio se instauró en una época en la que la esperanza de vida media era de unos 30 años y la edad de contraer matrimonio era alrededor de los 15 años. Es decir, que el “hasta que la muerte os separe” se limitaba a 10 o 15 años como mucho. Visto así, era mucho más llevadero entonces).

No seré yo quien lance la primera piedra en contra del matrimonio, aunque sí me posiciono en contra de “necesitarlo”. Pero como prefiero definir mi postura siempre como ‘a favor de’, en este caso diré que estoy a favor de la unión en libertad: estoy a favor de que las personas se unan por amor y se separen con amor; estoy a favor de que las personas se unan en libertad y se separen con libertad. Estoy a favor de que las personas nos unamos en lugar de atarnos. El Amor, tal y como yo lo concibo y lo trato de entender, no puede darse sin libertad, porque entonces las relaciones (sean del tipo que sean) se convierten en un tira y afloja constante que termina por agotar. Se convierten en una lucha de poder y empleamos todo tipo de argucias para controlar al otro, manipulándolo y chantajeándolo de mil maneras diferentes, desde las más sutiles a las más explícitas.

Creo que es dentro de uno mismo donde se encuentra la puerta de acceso hacia esa especie de supraconsciencia que nos da la certeza de que todos formamos parte de algo realmente grandioso. En ese punto es cuando somos conscientes de que somos gotas en el océano, por lo tanto es imposible que nos sintamos solos. En una ocasión leí que las relaciones son como un viaje en coche. Debe conducir la razón, guiada por su copiloto: el corazón. Y en el asiento de atrás, van los sentimientos y las emociones que, al igual que los niños, deben ir sentadas con las medidas de seguridad adecuadas. Si dejas que “los niños” conduzcan…la relación se acaba estrellando.


Cuando leí esto me pregunté por qué no es mejor que el corazón conduzca y se deje guiar por la razón…pero la verdad es que el corazón suele ‘distraerse’ más fácilmente con los ‘niños del asiento trasero’. En cualquier caso, el viaje es largo y se puede experimentar siempre y cuando no perdamos de vista el lugar de destino.

En fin, aprovechemos el 14 de febrero para recordar que la única persona de la que “necesitamos” enamorarnos es de nosotros mismos, pero de verdad, sin tintes narcisistas: con una sana autoestima, una humilde autosuficiencia y el ejercicio de una libertad responsable. Porque necesitamos aprender a querernos, a respetarnos, a valorarnos y a aceptarnos para poder querer, respetar, valorar y aceptar a los demás tal y como son. Hay que ser muy “Valentín” para llegar a decirle al otro: “Contigo estoy mejor, pero sin ti también puedo estar bien”. Cuando seamos capaces de hablar así, estaremos preparados para compartir nuestra vida con alguien y dejar las medias naranjas para el zumo del desayuno.



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