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Pescando fulas

Siempre me ha despertado cierta curiosidad la presencia de una interesante figura que forma parte indiscutible de la cultura inherente al Séptimo Arte: el crítico de cine. Algunos se convierten en auténticas eminencias cuyo nivel de consulta podría equiparase al mismísimo Oráculo de Delfos. Confieso, que yo suelo consultar la opinión de alguno de ellos cuando me ronda por la cabeza visitar una sala de cine (y me ronda con más frecuencia de la que mi presupuesto está dispuesto a asumir). Incluso, puedo presumir de contar entre mis amistades con la presencia de algún que otro experto en cine, lo que me llena de monárquico orgullo y satisfacción.


En general, opino de los críticos de cine que son como las cartas de los restaurantes: lo importante es que puedas entender lo que dicen, independientemente de que lo escrito esté en tu idioma. ¿A qué me refiero? Pues a que a algunos críticos se les olvida indicar en el inicio de su ‘análisis’, la saludable recomendación de “leer con diccionario y bicarbonato (o sal de frutas) a mano”.


¿Exagero? Tal vez, pero les voy a poner un ejemplo que no tiene desperdicio, sin publicidad ni spoilers: el ‘comentario’ del crítico de cine con el que me encontré hace un tiempo (y que guardé como oro en paño). Dice así:


“Nos hallamos frente a una especie de cuento luminosamente luctuoso, que gira en torno al buceo absorbente de una protagonista central, a la que el interés observativo de la cámara del realizador no va a abandonar en ningún momento; esto es, la intentona propone la radiografía hurgativa, trascendente e ingenua de una heroína sacudida de múltiples acechanzas sacudientes.(…) El otrora afilado constructor de significados compositivos súbitos, aguzados, voraces y próvidos, parece haber capitulado contra la versión más desconsoladamente conformada de sí mismo. De resultas, el abatimiento frente a tan evidente rendición es agudo. (…) no consigue solucionar el enroque en la gracilidad postiza, en la retórica cansada, en el vaivén anodino, a partir del cual no es capaz sino de mostrar el tormento absoluto de no tener nada que proclamar”.


Cuando superé la crisis de ansiedad que me provocó la lectura del citado texto, y conseguí dejar de hiperventilar…, busqué infructuosamente la opción ‘del pedante al español’ en el traductor de Google. Busqué también: del engolado, del pomposo, del pretencioso, del cargante, del sabiondo y del redicho al español…pero tampoco tuve suerte.


Entonces pensé que la única opción iba a ser proponer a los ingenieros informáticos que diseñen un teclado para críticos (y escritores en general) con la posibilidad de seleccionar el código “Ctrl+Alt+Suprimir EGO”.


Esta ‘anécdota’ que les cuento, me lleva a reflexionar acerca del empeño que muestran algunos ejemplares de la especie humana en utilizar el lenguaje como barrera, como herramienta de exclusión y como sinónimo de superioridad. Es curioso que estas personas se perciban a sí mismas como ‘comunicadores’, cuando la comunicación consiste en la transmisión ‘exitosa’ de una información desde un emisor a un receptor. Es decir, que si el receptor se queda ‘cogiendo grillos’ o, como dicen por aquí, “pescando fulas” después de recibir tu mensaje, eso… ‘my friend’, NO ha sido “comunicación”. El buen comunicador, siempre será aquel que consigue ‘conectar’ con su audiencia. Y para ello, la prioridad siempre será el mensaje y no el mensajero.


Cierto es que la sencillez es todo un arte, porque no es fácil transmitir conceptos trascendentes o complejos, de forma clara. En cambio, es tremendamente cómodo expresar cualquier banalidad de manera ‘complicada’ para hacerla parecer importante, profunda, crucial o trascendental.


Es llamativo que, siendo la accesibilidad y la inclusión social valores en alza en nuestra sociedad actual, y luchando como se lucha, desde muchos frentes, por conseguir eliminar las barreras que nos separan a los unos de los otros, no nos demos cuenta de que todo empieza en nuestra forma de comunicarnos. Porque la accesibilidad y la inclusión son simplemente, una actitud.



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