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Vestidos de rigurosa etiqueta

Una vieja amiga me enviaba un correo electrónico con un alarmante ‘asunto’: “¡Piedad!”. En el mensaje me lanzaba una pregunta: “¿Todo esto me define?”. Y, a continuación, adjuntaba una retahíla de conceptos ‘autodescriptivos’: “Soy una terrícola, de la generación X, signo Géminis con ascendente Piscis, con energía predominante Yang. Según el horóscopo Chino soy Tigre, con los elementos Montaña y Metal en el Ki de las nueve estrellas. Soy venezolana, caraqueña, católica no practicante, heterosexual, diplomada en empresariales, inmigrante, blanca, con sobrepeso. Características físicas, fisiológicas y psicológicas catalogables… y así hasta cosas que ni me imagino…”.


Remataba su reflexión con un desesperante “¡Cuántos juicios, cuántas verificaciones para catalogarnos sin mirarnos a los ojos, ni sentirnos!”.


Me pregunto quién no ha entrado en colapso alguna vez tras pararse a pensar y tratar de bucear en el espeso mar de las etiquetas.


Es indudable que existen infinidad de razones biológicas, psicológicas, emocionales o genéticas, entre otras, por las que el ser humano necesita definirse y definir su entorno. Hay razones de sentido común que nos llevan a clasificar, estructurar, concretar, delimitar o simplificar, en definitiva.


Supongo que es más digerible la realidad cuando la fragmentamos en pequeños trozos. Sin embargo, como suele pasar, la línea entre sentido común y estupidez puede ser bastante fina y, al menor descuido, podemos vernos inmersos en un laberinto de etiquetas absurdas. Sobre todo es estúpido e infructuoso tratar de simplificar lo que es, por naturaleza, complejo. Y ahí entra el ser humano. Si nos pasamos con las definiciones, nos limitamos. Cuántas veces al día podemos escuchar frases como: “Yo soy así”. Nos aferramos a cuatro conceptos mal puestos para sobrevivir en una sociedad que a veces parece ser un gigantesco archivo en el cual debes encajar forzosamente porque si no, corres el riesgo de que te incluyan en la caja de los “Expedientes X”.


Etiquetar, juzgar y prejuzgar es algo que en mayor o menor medida hacemos todos. Es un constructivo ejercicio reconocerlo y reconocer también que nos asusta y nos desconcierta lo que no podemos colocar en algún fichero de nuestro sistema de creencias.


Por otro lado, me asombran esas personas que muestran una tremenda capacidad para definirse: tienen clarísimo su estilo, su color favorito, su comida favorita, su ciudad ideal, su canción, su película, su libro, su perfume, su frase… Tanto que nos pueden hacer sentir a los más indecisos como un eterno boceto de algo indefinido y borroso.


A algunos nos cuesta mucho definirnos y ahora empiezo a comprenderlo, aceptarlo y a alegrarme por ello. Una vez lo intenté y dije que yo era indefinida, dispersa y compleja…pero entonces me di cuenta de que más bien era contradictoria porque me acababa de definir, de manera concreta y simple.

Definir, al fin y al cabo significa “poner fin”, delimitar… ¡y cómo va a ser fácil cuando nuestra mente es…ilimitada! ¿Nos iría mejor si cambiáramos las etiquetas sexuales, sociales, geográficas o psicológicas por otras más universales como ‘personas’ o ‘seres humanos’?


¿Permitimos que nos defina nuestra profesión, el número de amigos que tenemos en Facebook o la marca de nuestro desodorante?

Quizá esté ahí la clave: en lo que permitimos o no permitimos que nos defina. Porque es muy cierto que hablan más de nosotros nuestros hechos que nuestras palabras. Y dicen mucho más de nuestra personalidad las soluciones que aplicamos a nuestros problemas, que los propios problemas que nos acechan.


Sólo cuando dejamos atrás los prejuicios, las personas nos sorprenden para bien: descubrimos facetas increíbles que nos revelan lecciones imposibles de aprender cuando la mente tiene las puertas cerradas por un sistema de creencias rancio y obsoleto. Así, descubres que el señor que te sirve el café por las mañanas en la cafetería de siempre es un genio dibujando a lápiz o que tu fisioterapeuta toca el bajo en un grupo de rock, o que la madre de la compañera de cole de tu hijo hace el mejor ‘brownie’ que has probado nunca.


Etiquetar no es ni “bueno” ni “malo”. Es más, en esta realidad tridimensional, necesitamos etiquetar, estructurar, clasificar y catalogar, entre otras cosas, porque necesitamos un orden, incluso dentro del caos. El problema no es etiquetar sino cómo etiquetamos y qué consecuencias se derivan de nuestras etiquetas. Porque la vida no entiende de ciertos protocolos. Es un baile al aire libre al que no debería asistir nadie vestido de rigurosa etiqueta.


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