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Memento mori

A ti también te ha pasado, confiesa. Eso de despertar una mañana y preguntarte a qué viniste a este mundo. Es como un picor en el alma que no te atreves a rascar demasiado, por miedo a que se convierta en una herida o a descubrir capas de piel que, si empiezas a quitar, te llevan al más puro vacío de la existencia. Normalmente aguantamos el picor o lo cubrimos con cualquier estúpida preocupación de la amplísima gama que nos ofrece esta sociedad escapista que con tanto esmero hemos construido entre todos. Nos entregamos con verdadero afán a la ardua tarea de estresarnos con cualquier necedad, no vaya a ser que por la ‘tontería’ de pararnos a pensar, terminemos dándonos de bruces contra la evidencia más aplastante de nuestra vida: la muerte. Sí, aquí no va a quedar ni el apuntador…te pongas como te pongas.


Es tan demoledor, que si lo pensamos, corremos el riesgo de llegar a conclusiones muy perturbadoras. ¿A qué clase de ‘mente’ chiflada se le pudo ocurrir crear este ‘juego’? Nacer (o llegar) a un planeta y estar en la inopia, sin saber con certeza quienes somos, de dónde venimos, ni a dónde vamos. Con una sola verdad absoluta sobre el tablero: desde el momento en el que llegas, comienza la cuenta atrás. Tu tiempo es limitado y, para mayor ‘intensidad emocional’, no sabes de cuánto tiempo dispones exactamente.


“Dichoso el árbol – escribía Rubén Darío, en su poema Lo fatal - que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque ésa ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.


Visto así, es cierto que es difícil buscarle el sentido a nuestra existencia, pero alguno hay que encontrarle y para ello, habría que decidirse por la opción más inteligente. Es decir, la vida tendrá el sentido que queramos darle. Démosle entonces uno que nos haga felices.


Es fácil caer en el agujero negro del sinsentido existencial y adoptar el papel más fácil del juego: el de la víctima. Hemos pasado de darnos tres golpes en el pecho, los domingos en misa de 12, entonando el mea culpa, a situarnos en el otro extremo: en aquel en el que no asumimos ninguna responsabilidad y culpamos al resto del mundo de todas nuestras desdichas.


Una viñeta anónima que circula por las redes sociales me daba la razón estos días en los que le daba vueltas al peliagudo asunto. Se trata de un dibujo que muestra a dos escritores en sus respectivas casetas literarias. En cada mesa, un cartel indicador nos anuncia el título de la obra de cada autor. En uno de los carteles dice: Presentación del libro ‘Acepta tus errores, aprende de ellos y arregla tu vida’. El otro cartel enuncia: Presentación del libro ‘eres víctima de la sociedad, pide a la sociedad que cambie’. El primer autor está sólo. El segundo está firmando libros ante una cola interminable de ‘lectores’. Ciertamente, nos encanta echarle la culpa al ‘sistema’. Como si no fuésemos parte del mismo. Qué a gusto se queda uno al darse cuenta de que todos los problemas vienen del exterior.


Muchos avispados 'cantamañanas' saben sacarle buen partido a una sociedad carente de entusiasmo y adormecida por el hedonismo y el egocentrismo reinante en el mundo virtual. Arengan a sus followers (seguidores, en dialecto ‘community’) con el manido discurso de siempre: que si el sistema, que si el heteropatriarcado, que si el capitalismo consumista, que si el gobierno, la corrupción, la crisis, el cambio climático…y de ahí a los Iluminati, la tierra hueca y los reptilianos, hay sólo un paso. Apaga y vámonos. Aquí no hay nada que hacer.


O sí. Quizá está todo por hacer. Cada cual tiene derecho a recorrer el camino que le venga en gana como buenamente sepa o pueda. A fin y al cabo todos caemos alguna vez en la farsa del ego. La diferencia está en si seguimos aullando en la trampa o nos liberamos de ella. ¿A qué autor de la viñeta le compraremos el libro? Yo me inclino por el primero, porque por más que me cueste, la letanía del damnificado, no es lo que quiero, no es el discurso que quiero seguir escuchando, porque no es el dialogo interno que yo quiero tener en mi propia mente. El mundo cambia cuando las personas cambiamos…y no al revés, por más que nos empeñemos.


La responsabilidad es nuestra, por difícil que sea de comprender esto en algunas circunstancias. Nuestras vidas van a cambiar cuando cambiemos la perspectiva y el discurso. Cuando seamos capaces de ver experiencias de aprendizaje en lugar de problemas. Cuando nos liberemos de etiquetas que lucimos con orgullo en forma de soga al cuello, atándola al árbol de la sociedad, mientras gritamos que nos están asfixiando. No nos engañemos con el viejo alegato de siempre, con el ‘yo soy rebelde porque el mundo me hizo así’.


El mundo es nuestro reflejo. Lo que vemos es también parte de lo que somos. Lo que amamos y lo que odiamos está en nosotros. Y sí, memento mori, recuerda que vas a morir después de todo, que vamos a morir. Pero por eso mismo, seleccionemos bien nuestras batallas y demos prioridad al camino y a la huella que vamos marcando en él, porque detrás de nosotros, llegarán otros siguiendo nuestros pasos. Y esos son los followers que deberían importarnos.


Imagen: Estatua del Ángel, de Giulio Monteverde. Tumba de Oneto, Cementerio Monumental de Staglieno. Génova (Italia).



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